6.3.11

Se viene, ya se viene...

Las Islas 

“El argentino ama las Malvinas. El que no ama las Malvinas, no es argentino.” Con estas palabras nos recibe el presentador de Las Islas. ¿Pero por qué, amar a las Islas? ¿Qué hay, en ellas, para hacerlas merecedoras de este apasionado o indeciso amor nuestro? ¿Son, a fin de cuentas, algo más que un ícono, un significante vacío, un fetiche? 

Buenos Aires, junio de 1992. El empresario Fausto Tamerlán convoca al hacker Felipe Félix a su recientemente inaugurada torre de  oficinas de Puerto Madero. Su primogénito, su heredero, su adorado hijo Fausto, que se había hecho, en los años setenta, montonero, y colaborado en el secuestro de su propio padre, años después, tal vez para redimirse, se alistó como voluntario para ir a Malvinas. Allí desapareció sin rastro. Diez años después su padre comienza a recibir anónimos que, a cambio de una gran suma de dinero, prometen darle noticias ciertas sobre su paradero. Tamerlán quiere que Félix averigüe quién envía esos anónimos; además, sabe que Félix estuvo con su hijo en Malvinas, pero una herida de guerra, que le ha dejado un pedazo de casco incrustado en el cráneo, parece obturar todos sus recuerdos.

Se inicia aquí una investigación que se dirige a la vez hacia el futuro y el pasado remoto y reciente: Felipe Félix descubre una trama que involucra al hijo menor César Tamerlán,  que aun en la actualidad es víctima del abuso paterno, en desoladoras orgías de odio y cocaína; al siniestro doctor Canal, que como miembro de Montoneros había participado del secuestro del señor Tamerlán y es hoy su guardaespaldas y psicoanalista; al tesoro virreinal presuntamente entregado por el virrey Sobremonte a los ingleses y enterrado en secreto en las Malvinas; al misterioso Mayor X que nunca se rindió y que diez años después sigue en las Islas, buscando ese tesoro y combatiendo; a Gloria, una ex guerrillera que es obligada a casarse con su torturador, de cuyas violaciones matrimoniales nacen dos niñas llamadas, en honor a la causa, Soledad y Malvina.

Y en medio de todo esto, Felipe recuperará también los perdidos días de la guerra, los que él hubiera preferido, quizás, olvidar para siempre.

Recreación, reinvención, traición escénica de la que muchos consideran la novela más importante de los años noventa, Las Islas encontró su forma a partir de la matriz del teatro isabelino: escenario único y polivalente, siempre enteramente a la vista; música en vivo; personajes dados vuelta como un guante, con su interioridad toda afuera, sin disminución ni disimulo; palabras que dicen más, mucho más que las de la conversación cotidiana, que buscan, ciegas, los límites de todo decir posible.

La participación de dos grandes artistas plásticos como Sebastián Gordín y Marina De Caro le agrega una dimensión adicional a la puesta. Gordín refinó los espacios ya no realistas, pero sí todavía específicos, del texto teatral, a dos medias esferas ensartadas por dos mástiles enhiestos. Los personajes, ahora, están tratando de habitar uno de los escenarios más inhóspitos que la historia de nuestro país haya provisto: no el del terreno de las Islas, sino un monumento de guerra, la idea de Malvinas. El vestuario de Marina De Caro acompaña perfectamente esta visión: sus trajes dan la sensación de estar hechos a partir de una misma matriz-delantal por extraterrestres que han entendido a su manera la anatomía y la fisiología humanas; pero el parque temático lo manejan ellos y hay que adaptarse. ¿Qué mejor traducción visual de la mente militar que durante aquellos años rigió nuestras vidas? 

Las Islas quiere llevar la guerra a escena, no la ínfima guerra que lateralmente libramos contra Inglaterra, sino la más salvaje y decisiva que nos enfrentó a nosotros mismos. Esa guerra que, lejos de haber terminado, recién empieza.   

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